Columnistas

El sonido del silencio

Mi maestra dice que el silencio es música.

Aprender a escucharlo, nos convierte en una integridad. Bailar con la respiración, el latido del corazón, el arrastre de los pies sobre el suelo, con la sensación de que el  cuerpo ocupa un espacio en el aire, y lo invade, lo llena y lo hace sonar.  

“Dejen que la música entre en el cuerpo”, dice ella. Pero, ¿qué está pidiendo? ¿Acaso una entrega sumisa a dejarse llevar involuntariamente para ser absorbido? No. Es un acto total de valentía, comprender que bailar es la conjunción de cuerpo, alma, mente y espíritu, que la música no es solo trasfondo, sino parte del baile, que el silencio nos impulsa movimientos y estos hacen la música. Por eso, el baile es sagrado, porque cada vínculo es sagrado, cada elemento es sagrado. Y el escenario, sea cual fuere, un altar.

Encontrar la razón por la que bailo, es casi como encontrarle sentido a mi existencia. 

Hay una necesidad explícita de compartir y compartirme, que genera la responsabilidad de conocerme, de ser consciente de mis límites para no invadir o lastimar al otro; de saborear los logros propios y de los demás, porque somos un conjunto. Sonamos, en armonía, juntos. 

Y se produce algo magnífico, un gran descubrimiento: aunque sea por un momento, al bailar, uno se empodera. Y empoderarse es apoderarse de sí mismo. Es saberse capaz de hacer. De Ser. Es sentirse bello y verdadero. Es amarse y, desde ese amor, no ser más que amor. Por un momento, al bailar, dejamos de luchar contra nosotros mismos. Somos nuestro aliado. Y ese valor no nace de una batalla, nace de la necesidad de ser uno mismo, bailando. Y todos, uno.

Fragmento de Sublime. Cada parte de mis partes.

Melisa Rodríguez.

Ed. Diario del desierto. 2021.

Foto: Ho’oponopono. Producción artística a cargo de la Escuela Integral de Arte Mariela Sanín. 2015.