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¿Quién cuida a los que cuidan? Síndrome del bourn out

En 1974, el psiquiatra Freudenberg introduce por primera vez el término bourn out en Nueva York, quien observa que, al año de trabajar en una clínica de toxicomanías, la mayoría de los voluntarios sufría una progresiva pérdida de energía hasta llegar al agotamiento, síntomas de ansiedad y depresión, así como desmotivación en su trabajo y agresividad con los pacientes.

Me gustaría que conversemos hoy sobre el “síndrome del cuidador” o “bourn out” para pensar cuáles son los efectos emocionales que sufren las personas que se dedican al cuidado de otros.

En Argentina, el clima social y político está atravesado por discursos que buscan redefinir lo que consideramos legítimo, aceptable y humano. Un ejemplo reciente es la propuesta del Gobierno nacional de volver a utilizar categorías como retraso mental, idiocia e imbecilidad para evaluar las capacidades intelectuales de las personas.

Esto no es un dato menor. No se trata solo de una cuestión semántica, sino de cómo estas palabras operan en la subjetividad de quienes son nombrados de esa manera. Son términos que, si bien se usaron en los inicios de la psiquiatría infanto-juvenil, han sido eliminados hace décadas por su carga discriminatoria y estigmatizante. No es lo mismo pensar que un niño o una niña tiene dificultades en los procesos de aprendizaje y que necesita estrategias específicas para aprender, que otorgarle un certificado de discapacidad donde se lo rotule como débil mental o idiota.

La gravedad de esta regresión es extrema. Los profesionales de salud mental ya hemos dado peleas contra términos estigmatizantes que figuran en los manuales diagnósticos, que muchas veces patologizan comportamientos que deberían entenderse en su contexto. Pero hoy nos encontramos con algo aún más preocupante: la legitimación de la violencia simbólica contra los más vulnerables.

Pensemos juntos qué significa cuidar. No solo desde lo práctico, sino también desde el impacto subjetivo que tiene el cuidado en la vida de las personas.

La Real Academia Española define el término cuidar como “poner atención en la ejecución de algo”. Su origen proviene del latín cogitare, que significa “pensar”. De este modo, dos funciones ejecutivas fundamentales —el pensamiento y la atención— se fusionan en una sola palabra.

Cuidar implica, entonces, estar presentes. Implica ofrecer un espacio donde el otro pueda existir con sus tiempos, con su singularidad. Pensemos en cómo esta dimensión del cuidado se vuelve crucial cuando hablamos de niños, niñas y adolescentes.

Desde el inicio de la vida, todo ser humano nace desprovisto de la capacidad de sobrevivir por sí mismo. Dependemos de otro para vivir. Esto no es nuevo: Freud hablaba de la necesidad del cachorro humano de un otro auxiliador, al que también llamaba “otro de los primeros cuidados”, una función clave en la constitución de la subjetividad.

Las palabras van más allá del acto de nombrar; las palabras sitúan y construyen lugares. Son un modo de situar al otro en el mundo. Pero, ¿qué pasa cuando el modo en que se nombra a alguien lo deja por fuera?

En una época donde el desamparo y la crueldad parecen haberse convertido en banderas que se enarbolan con orgullo, la ternura y la generosidad se presentan como herramientas esenciales para resistir los discursos de odio que atentan contra lo diferente, contra lo heterogéneo.

El psicoanálisis es una praxis que lee los padecimientos subjetivos en clave del lazo. Y esto es lo que lo distingue de otras terapias que se enmarcan en la lógica del trastorno, donde el padecimiento queda inscrito como la marca de un déficit propio del sujeto, que entra en una serie de categorías diagnósticas que signan un destino inequívoco.

La lógica de los trastornos se apoya en una premisa: para que algo esté trastornado, tiene que haber un estado de salud previo al que se debería volver. Esta perspectiva es profundamente binaria: sano o enfermo, normal o anormal.

El problema de la medicalización de la infancia no es solo el exceso de diagnósticos, sino el modo en que estos diagnósticos producen un sujeto pasivo: se tiene un trastorno, se padece un déficit. En este paradigma, la diferencia se transforma en una patología que debe erradicarse.

Desde el psicoanálisis, el malestar no se lee desde la lógica del tener o no tener, sino desde una pregunta: ¿qué le pasa a este sujeto? Porque quien padece, padece de algo, y ese algo dice, transmite, porta un mensaje. ¿Cómo podemos construir espacios donde el sufrimiento tenga lugar, sin ser reducido a una etiqueta?

Nuestra apuesta será entonces ofrecer un otro de la escucha, del lazo, de la palabra.

Porque cuidar es también abrir un espacio para que el otro exista en su singularidad.

En tiempos donde la era digital avanza a pasos agigantados y las políticas de estado pretenden borrar lo colectivo, nos toca darle batalla desde la ternura, el afecto y generosidad.

Reconocer que quienes cuidan también necesitan ser cuidados será una parte fundamental de nuestra tarea. La vulnerabilidad de quienes ejercen esta tarea, que por lo general es la familia, no debe ser motivo de juicio ni de estigmatización, sino un llamado a la comprensión y al acompañamiento. Permitirnos sentir, expresar nuestras inquietudes y reconocer nuestros límites es un acto de valentía que nos vuelve más humanos y auténticos.

En un mundo que muchas veces exige fortaleza inquebrantable, conocer nuestra fragilidad nos conecta con el otro y nos recuerda que, en el cuidado mutuo, se teje el lazo que sostiene nuestras vidas.

Para cerrar, me gustaría traer las palabras del gran Carlos Alberto García Moreno. En su disco “Random” nos advierte sobre la importancia de los lazos.

Un día se me fue. Ese día yo volví a reír.

Y la felicidad no existe en soledad. La máquina no puede dar.

Por la licenciada en Psicología, Florencia Hidalgo.