Oir no es lo mismo que escuchar
“No es posible pensar en una sociedad libre si se acepta de entrada preservar en ella los antiguos lugares de escucha: los del creyente, del discípulo y del paciente”, R. Barthes
La palabra escuchar proviene del latín, auscultare, que significa prestar atención a lo que se oye. Pero, oír, también es una acción fisiológica. Esta, puede ser entendida como una forma sonora que se relaciona con el contexto en que se oye, en definitiva, a través de una señal que indica algo que más tarde va a ser decodificado, como un ruido o una voz lejana. Lo que se oye también está atravesado por significados que formarían el telón de fondo del escenario donde la acción de escuchar se lleva adelante. Escuchamos en contexto. Lo cual confiere una suerte de “musicalidad” que le otorga características singulares, le da sentido y organización al relato incluso, muchas veces, una acentuación diferenciada.
En este sentido, preguntarse por la escucha en el trabajo social, implica rehusar a considerarla como algo dado, o a priori ya garantizado, sino, muy por el contrario, entenderla como cuestión por la cual vale interrogarse. Escucha -tan fundamental como siempre inacabada- que, ante el sujeto que habla, tanto puede dar lugar – ¿y acaso algún impulso?- a sus potencialidades, como desconocerlas, minimizarlas, silenciarlas, volverlas simple anécdota; en definitiva –bien sea por uno u otro mecanismo
distando mucho de ser una obviedad, surge como necesidad: entender por intervención no únicamente la gestión de recursos y/o la concreción de acciones maquinalmente cuantificables como un aspecto mensurable de un programa o política social, sino, todo encuentro con un otro, desde la presentación hasta –si se produce- cada momento de escucha, diálogo e intercambio.
Mecanismos de defensa: se acota la mirada, se parcializa y ensordece la escucha; así, se da curso a lo que pueda devenir en la burocratización. Alienación que quizás, conlleva progresivamente a la despersonalización de la población con la que se trabaja, no viendo más que un recurso a aplicar allí donde hay un sujeto con su padecimiento y potencialidades. Cualquier similitud con un médico que sólo ve un páncreas o un hígado, no será pura coincidencia. En ese punto, ya nada habrá del escuchar al otro, sino sólo una operación de disección de un fragmento de su relato, forzado a encajar de manera compulsiva en el correspondiente casillero que permita su automática conexión con la predeterminada respuesta que la paleta de recursos –por lo general descolorida- de la institución en la que trabajemos linealmente nos indique aplicar. Siendo así, dado ese borramiento de la escucha, y tomando por cierto que toda intervención supone de por sí algo del orden de la violencia -en tanto en ella conviven “ambas caras de una misma moneda” (Carballeda, 2002: 93): ayuda y cooperación, por un lado, intromisión e intrusión por el otro-, no será difícil poder identificar hacia cual de aquellas dos caras tenderá a inclinarse la práctica.
, en la indagación acerca del referido reduccionismo de la intervención profesional, “se trata (‘la dinámica del hacer’) de una defectuosa comprensión del concepto ´práctica´, que liga la intervención a la ejecución y entroniza las acciones por sobre toda posibilidad de pensar la práctica, quedando ésta desprovista, así, de su componente reflexivo. Se produce un vaciamiento del concepto, puesto que la práctica no resulta valiosa en sí misma si no está al servicio de pensarla para transformarla” (Robles, 2011: 62).
No con poca frecuencia, dicha entronización de un hacer vertiginoso, se sostiene como imperativo ante la premura con la que se transita por los escenarios de la intervención. En relación con esto, en aquellos momentos donde pareciese que se imponen urgencias acuciantes, sin dejar tiempo ni espacio para nada –o acaso no más que para el desborde-, tal vez sea interesante dar lugar a la pregunta acerca de a quién pertenece realmente esa urgencia, quienes son los que así la declaran. ¿Se trata de urgencias de los sujetos con los que intervenimos? ¿Urgencias institucionales? ¿Urgencias dictadas por nuestras propias ansiedades? ¿Existen modos de praxis posibles que no se orienten más que hacia la propia reproducción de aquella misma urgencia? Escucha sin tiempos cronometrados ni objetivizados, desafío de franquear los territorios colonizados por la ansiedad, reflexión con los otros, ¿son lujos no permitidos para quienes nos desempeñamos en tan complejos escenarios? ¿Cuán inamovibles son los tiempos institucionalmente pre-determinados? Nada más lejano a cultivar y construir una escucha atenta, habilitante de la palabra y subjetividad del otro, que el someterse a las premisas dictadas por la cultura de la inmediatez, que todo lo impregna.
En una inmediatez hecha de puro presente, escaso será el sitio para la historia del sujeto. Así, el dispositivo, sin siquiera anunciarlo, alcanza sus máximos niveles de opacidad. ¿Qué potencialidades pueden ser expresadas –y escuchadas- si no hay más que el instante y sus apremios?
Evitar caer en tal proceso de homogeneización para nada significa negarles a las problemáticas que atraviesan a la población con la que trabajamos su condición social, colectiva, histórica y política. Muy por el contrario, darse a la tarea conjunta de tratar de hilvanar historias, partiendo del reconocimiento de su singularidad y, a la vez, poniendo de relieve sus entrecruzamientos con los aspectos socio-histórico-políticos de un tiempo y una época, tal vez sea un más que necesario ejercicio para trabajar en pos de la revalorización del sujeto y sus derechos.
Escucha de los fragmentos, no búsqueda de la verdad, ni la confesión; tarea tan profesional como artesanal.
Descubrir y asumir algo de todo lo que se ignora suele ser tan liberador como habilitante. Despojándose de verdades y certezas acumuladas en nuestra mochila, mucho es lo que se aliviana nuestro paso.. De lograr ponerlo en práctica, incluso tal vez, lo antes no escuchado, lo ni siquiera percibido, nos encuentre, nos sorprenda, pasando de fondo a figura, alcanzando condición de oportunidad; tan antes ignorado como ahora tangible.
Por Romina Rodríguez, licenciada en Servicio Social y especialista en Salud Social y comunitaria.