El Marinerito
Todos los febreros, durante muchos años, El Marinerito abordaba un servicio regular de la Empresa Rojas y emprendía viaje hacia el oeste, hacia Lincoln, más precisamente. Iba a los carnavales que se realizan en esa ciudad, que, por su particularidad, son considerados únicos en el país. En su maleta, seguramente, llevaba bien doblado el disfraz de marinero junto con las prendas y vituallas que se requieren para instalarse unos cuantos días en un hotel.
Aparecía generalmente la primera o la segunda noche de corso oficial con su atuendo, sin más ornamentación. Era un hombre menudo, semicalvo y sin ninguna otra particularidad física destacable.
La rutina consistía en revelarse de la nada y sumarse a los elencos de “Samba Samba” o “La Bandita de Coco”; la elección de uno u otro elenco era circunstancial: un día estaba con “Samba Samba” y otro, con “La Bandita”. Así de simple.
Siempre se ubicaba en la primera fila, y bailoteaba con pasos ágiles y cortitos, pero su cara no transmitía sensación alguna.
Posiblemente, dejó de participar en la década de los noventa, cuando la realización del corso se interrumpió por motivos económicos.
Luego se supo que tenía un comercio en el barrio de Once (Buenos Aires), pero nunca se supo su nombre: todos lo conocían como El Marinerito.
Los febreros, durante muchos años, se le entregó virtualmente la llave de la ciudad.
Al misterio sobre su persona lo guardó celosamente el Rey Momo.
Este texto forma parte del libro “Contá cuatro y arrancamos” – Editorial “Diario del Desierto”.
Por Edgardo Pareta.