La angustia, ¿está prohibida?
En el mundo actual, dominado por recetas rápidas, consejos en redes y promesas de bienestar inmediato, la angustia parece estar fuera de lugar. Incómoda, impredecible, difícil de decir. No es raro encontrar publicaciones que nos alertan sobre “red flags” para evitar personas que nos puedan hacer mal, o listas para superar la tristeza en minutos. Todo parece estar dirigido a evitar el mal paso de angustiarse.
¿Y si la angustia no fuera algo a evitar? ¿Y si, en lugar de taponarla, intentáramos escuchar qué tiene para decirnos?
Desde el psicoanálisis, definimos la angustia como el único afecto que no engaña. A diferencia del miedo y de la vergüenza, la angustia compromete al cuerpo en relación con una verdad que aún no se sabe. Aparece cuando algo en nuestra historia se conmueve, cuando una certeza cae. Esto cobra especial importancia cuando hablamos de adolescencia. Esa etapa vertiginosa donde todo se transforma: el cuerpo, el deseo, el lazo social.
La angustia en adolescentes no siempre se presenta con llanto. Puede disfrazarse de apatía, encierro, consumo excesivo de pantallas u objetos, una ansiedad sin nombre. En un mundo que exige respuestas rápidas y soluciones exprés, no hay tiempo para que aparezcan los afectos. Se consume para no angustiarse, y se angustia uno cuando lo consumido no alcanza.
En la práctica clínica con niños y niñas, observamos con frecuencia cómo los adultos tienden a suavizar o incluso a falsear ciertas situaciones para evitarles a sus hijos un posible sufrimiento. En muchos casos, se trata de padres y madres atravesados por una profunda culpa, que hacen esfuerzos por proteger a los niños de toda tristeza o frustración. Sin embargo, al querer descontarlos de las experiencias de angustia, se corre el riesgo de impedirles elaborar lo que les pasa, dejándolos sin recursos simbólicos para procesar las pérdidas, los cambios o las preguntas que inevitablemente trae el crecimiento. No se trata de exponerlos al dolor, sino de acompañarlos a poner en palabras lo que sienten, incluso cuando eso que sienten incomoda.
Por eso, más que tratar de tapar la angustia con productos o discursos, tal vez sea hora de preguntarnos si es posible gestionar o controlar una emoción, o si más bien se trata de construir junto con los niños, niñas y adolescentes espacios de reflexión, juego y preguntas que los ayuden a dar lugar a lo que incomoda.
La angustia no es una emoción a la que haya que evitar. Es un afecto que, si sabemos escuchar, puede volverse un puente hacia nuestra verdad.
Y, si estoy cansado de gritarte,
es que solo quiero despertarte.
Y por fin veo tus ojos,
que lloran desde el fondo,
y empiezo a amarte con toda mi piel
Por Florencia Hidalgo López.