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Cristal

“Se piensa que el amor es idílico cuando parece imprudente, lejano, caprichoso, pero tal vez se deja lo más importante de lado: el amor pasa. Pasa sin pensarlo, porque, si se piensa, ya no tiene esencia.

Después llega la razón, y amar se convierte en un trabajo formidable, una construcción sin tiempo, o a pesar de él. Un camino que deja llagas y que abre heridas, y otras veces las sana.

De los diferentes tipos de amor, solo me queda uno por experimentar, el propio… He amado mucho, o quizás no tanto; tal vez lo he deseado. Pero un día llega como un huracán que remueve todo lo que hay alrededor, llega la mirada, y lo sabés. Lo evadís, lo evitás, tratás de olvidarlo, pero lo sabés.

Existe una única verdad en todo esto: hay que ser muy valiente para amar, pero más aún para dejarse amar. Y yo, definitivamente, no lo soy”.

Las tardes eran difíciles para Vera. Su memoria fallaba aún más llegado el ocaso, como si la oscuridad se fuera colando por cada grieta de su cerebro, por cada vena de su cuerpo, y se ennegrecía su mirada. Duraba unos minutos, pero bastaba para que esto cambiara el curso de sus días.

Acababa de mudarse allí. Conocía a muy poca gente, la suficiente para recordar.

Caminaba hacia sus citas de terapia todos los martes y jueves, a las cuatro de la tarde. Al principio, un tanto escéptica… Pero eso fue cambiando en cuanto conoció a Marco. Él era quien sabía sus más bellos y oscuros secretos. Quien escudriñaba en su mente, a veces hasta exprimirla. Quien conseguía que ablandara su corazón, terco y desilusionado. Con quien era, libremente, muchas y una sola.

Su dolor tenía nombre. Lo llamaba Ámbar, porque era de color entre amarillo y naranja, traslúcido, muy ligero y duro. Ardía con facilidad y desprendía buen olor. Su dolor tenía buen olor; eso era lo que lo hacía más soportable.

Cada tarde, después de las sesiones, volvía a casa por el camino más largo. Tenía que desviarse tres cuadras hacia el oeste desde la esquina de la plaza para llegar al reloj, que estaba enfrente de la casa de los Alpes, los mellizos más viejos del pueblo. Se sentaba en la reja del reloj hasta que marcaba las seis de la tarde.

Pasaba su tiempo en la reja pensando en él todo el rato. En lo vulnerable que la hacía, en cómo su voz interior se desvanecía, en cómo su dolor se hacía difuso. En lo efímeros que eran los momentos que pasaban juntos. Entonces, llegaba él y, hasta que amanecía, los dos eran uno, hasta que ella lo olvidaba todo.

Marco era el psiquiatra que iba al pueblo desde la capital dos veces por semana. Había sido designado por el equipo médico que trataba el caso de Vera desde hacía ya cuatro años. La conocía. Clínicamente, era transparente como un cristal. Pero sus encuentros iban más allá de eso y, cuando traspasaba esa línea, Vera se volvía para él la mujer más impredecible que había conocido. Ininteligible. Impenetrable. Le fascinaba. Se enamoraron. Y comenzó un camino que solo podían transitar con los pies descalzos. Sin guantes, sin lentes. Sin protección.

Una mañana, Marco recibió una nota de Vera que decía: “Solía pensar que había encontrado al amor de mi vida. Lo amé profundamente, me entregué a él, confié en él, y fue la desilusión más grande de mi vida. Después de eso, comencé a endurecerme, a pretender no conmoverme con nadie. Soy muy fácil en cierto modo. Me atraen las cosas simples. Soy yo la que las convierte en complicadas. Pero la ilusión se fue desvaneciendo. Empecé a dejar de creer en el amor. Y, cuando me cansé de ese papel, cuando sentí la coraza del todo endurecida, apareciste vos. No había grietas. Pero, como cuando a un vaso de cristal helado se lo llena de algo muy caliente, me quebré, y por esa grieta entraste. Podría haber sido cualquiera, la verdad. Pero fuiste vos. Lo siento mucho.” V.

Vera no fue a la siguiente sesión. Marco decidió encontrarla en el reloj a la hora de siempre. Ella estaba allí, sentada en la reja. Caminaron hasta su casa, como de costumbre. Y, en una suerte de verborragia, Marco declaró que su amor era un acto de imprudencia, tal vez una especie de quimera, y que lamentaba mucho que ella pudiera llegar a idealizarlo. Lamentaba profundamente que su amor no fuera suficiente para cubrir los vacíos que ella tenía.

Al llegar a la casa, hicieron el amor apasionadamente. Luego, Marco sirvió dos copas de vino y abrió la ventana. El viento tiró las copas y estas se estrellaron contra el suelo. Sin hablar, los dos juntaron cada tozo de cristal roto.

Por primera vez en la noche, Vera lo miró con los ojos llenos de lágrimas y le dijo que estaba equivocado. Que, aunque todo parecía conspirar contra su encuentro, él era una de las cosas reales en su vida.

Con la mirada perdida y un poco avergonzada, se acercó, acarició su cara, lo besó y le clavó un pequeño pero afilado trozo de vidrio en su espalda. Él cayó en el suelo sin emitir sonido.

No hubo testigos. Solo la noche, ella y Ámbar, que ya no era difuso, sino punzante y permanente. Su mirada comenzó a nublarse, a tornarse de color amarillento. Naranja. Casi fuego. Alrededor corría una brisa con agradable aroma, que peinó sus lágrimas hacia atrás.

Sonrió. Tomó un sorbo de vino de la botella y se fue.

Caminó el resto de la noche. Lloró. Ya no había marcha atrás. Nunca la hubo. Solo había un camino: matar al amor. Y fue el que ella eligió.

Por Melisa Rodríguez.