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La lluvia siempre viene a decirnos algo

¿Qué les queremos decir a los otros cuando hablamos de nosotros mismos? No. La pregunta, en realidad, es otra: “¿Qué nos decimos cuando hablamos de nosotros, de nuestras cosas, cuando compartimos nuestros tesoros, cuando ocultamos nuestras llaves?”.

Las palabras son como el agua, pasan, y se nota. Transcurren, lavan, llenan y ocupan lugar. Pesan. Son transparentes. Ahogan.

Un día, la orquídea se secó y para mi abuela esto era el peor de los presagios: Morena se quedaría soltera de por vida. Esto no significaba gran cosa para mi hermana, pero para la pobre vieja era un castigo que una mujer digna no merecía.

Pasábamos horas ocupándonos del jardín cuando éramos chicos. Mamá trabajaba todo el día y la casa de la abuela era nuestro segundo hogar. Las orquídeas eran su flor preferida, junto con un jazmín violeta al que cuidaba con mucho celo. Las hormigas lo invadían todos los veranos.

Morena y yo nos llevamos tres años. Ella es mi hermana menor. Todavía recuerdo cuando mamá me contó que iba a tener una hermana. Me encerré por un día entero en mi cuarto. Pensaban que eran celos, pero, cuando abrí la puerta, para sorpresa de todos, había vaciado la mitad de mi ropero y había armado una nueva cama, con el colchón que estaba debajo del mío. ¿Para qué quería yo dos colchones?

Morena nació, yo tenía tres años y ella era mi juguete favorito. Mi hermana escribía en un cuaderno azul que oficiaba de diario. Siempre me decía que, si algún día algo le pasaba, esto tenía que leerse. Solía decirme: “Nuestras palabras son las que quedan cuando nos vamos. No es verdad que se las lleva el viento. Eso es excusa barata de los que no saben usarlas”. Pero ella sí sabía hacerlo.

Cuando cumplí 21 años, como regalo, me dejó leer cuatro páginas de su diario. Estas hablaban de los amores que había tenido en su vida. Ninguna relación había prosperado. Cada una, por diferentes circunstancias, pero el motivo de la separación era recurrente: a ella siempre la dejaban de querer.

Yo no podía dejar de pensar en las orquídeas secas de la abuela y en sus palabras, salpicadas como una especie de maldición, pero ese era un tema intocable en mi familia. Estaba terminantemente prohibido hablar de ello.

Siempre que llovía, Morena escribía y escribía. Como si la cortina de agua fuese una especie de matrix que traía un mensaje al que ella debía descifrar. Letras, en lugar de gotas, o letras en las gotas, de cualquier forma… Ella las leía. Morena entendía muy bien a la lluvia. Era un poco como ella, a veces intensa, de vez en cuando punzante, otras ausente. Muchas veces, lo justo y necesario como para hacerse notar. Eso sí: cuando falta, se nota.

Un verano, Morena se fue de viaje, después de Navidad, y volvió en febrero. No supe de ella en todo ese tiempo. La abuela me hacía algunos comentarios de cosas que le contaba mamá, pero poco importantes.

Lo significativo era cómo la extrañaba, cómo me hacían falta sus miradas, sus chistes, siempre inteligentes. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo.

Cuando volvió, lo hizo con la gran noticia.

– Abuela, les presento a vos y a tus orquídeas a Roby, mi novio.

¿Quién se llama Roby? Creo que la única vez que leí ese nombre fue en la botella de crema de enjuague amarilla que usa mamá a veces…

Roby se llamaba… Era extraño para nosotros, un perfecto desconocido. Pero su llegada fue natural. Le hacía bien a Morena, la hacía reír, sonrojarse… Alguien que había aparecido en su vida en el momento justo.

Una mañana, mientras desayunaban todos en casa, Morena me encontró espiándolos sentado detrás de las orquídeas.

– ¿Qué hacés acá?

– Lo miro. Me parece extraño.

Caminamos un rato y me contó cómo se habían conocido.

– Una mirada, una, y bastó para que me diera cuenta de que me veía de la misma forma en la que lo veía yo. Era de madrugada y habíamos bebido. La música sonaba fuerte; teníamos que acercarnos para escucharnos. Hablamos de cosas pasajeras. Él insistía en crear una canción y yo le ofrecí mi ayuda. Fue la excusa más a mano que tenía. No quería dejar de hablarle. Me gustaba cómo me miraba y su sonrisa era encantadora. Desde ese momento, no dejamos de vernos. La conexión era abrumadora.

Pensaba en la abuela y sus orquídeas en cada encuentro… Deseaba que lo conociera para que se cortara, de una vez, la maldición que había vaticinado hacía tantos años. ¿Cómo una flor va a marcar mi destino?

Mientras me hablaba, la sentía embelesada. Lo que había entre ellos era algo hermoso, verdadero y sano. Pero se me caían las ganas de decirle que yo creía firmemente en la premonición de las flores, en la interpretación de mi abuela, cual oráculo contemporáneo… Pero no le dije nada. Estaba tan feliz, y se sentía tan bella y libre, que sentí la obligación de callarme. Después de todo, el tiempo le daría a alguien la razón.

Pasaron los meses y, en octubre de ese año, la abuela murió, y las orquídeas jamás se recuperaron. Las reemplazamos por unos agapantos que nos había dado la vecina cuando había reacomodado su jardín. Con Morena nos prometimos no saber nunca más el significado de las plantas y de las flores, para que no condicionaran nuestros pensamientos y acciones.

Me acuerdo de que, unos días antes de su muerte, la abuela llamó a mi hermana y me dijo que me fuera porque quería hablar a solas con ella. Con Morena no teníamos secretos, hasta ese día. Nunca me contó qué le había dicho, pero recuerdo su cara al salir del comedor: una mezcla de desilusión, angustia y resignación.

Con Roby, las cosas transcurrían normalmente, es decir, eran una pareja como todas: se tomaban de la mano, hacían salidas y paseos, y a veces yo los acompañaba.

Un día de lluvia, encontré a Morena sentada detrás de los agapantos y me senté a su lado. Ella no dejaba de mirarme y las gotas no paraban de caer. Lo difícil era saber si las gotas eran de lluvia o sus lágrimas… Las dos cosas tenían el mismo sonido, como cuando caen sobre una hoja…

Me contó que Roby se había ido, que ya no estarían más juntos, que su cariño se había acabado.

– ¿Otra vez?- dije, indignado e impulsivamente.

Su mirada fue incisiva, pero con voz calma me dijo que estas cosas podían pasar. La gente se enamora y se desenamora todo el tiempo…

No quedé satisfecho con su respuesta, pero la abracé y la abrigué, porque era lo que ella necesitaba. La desilusión la cegaba y no dejaba de repetir, entre sollozos, que era la confirmación de la bruja -vieja bruja-, mientras, en el piso, dibujaba flores que se borraban con la lluvia.

Al otro día me desperté y vi cómo Morena se alejaba de casa. El tiempo se hacía liviano, la imagen se aplanaba y su figura, mientras más lejana, más nítida era.

Roby no era Roby, era el hombre todo en Roby… Lo que aún no comprendo es por qué lo había dejado ir… sin condiciones, ni explicaciones, ni reclamos. Por qué había dejado que un presagio supersticioso invadiera su vida. Y, si lo pienso bien, lo que en realidad no comprendo aún es por qué se fue… Tal vez es más tentador el sabor de la soledad.

Estar solo no es fácil; no hay amor más exigente que el propio. Uno cree que se conoce tanto a sí mismo, que termina cayendo en la rutina. Y, por querer evadirla, va en busca de cosas nuevas en cuerpos nuevos, que hablan lenguajes nuevos, que miran con ojos nuevos. Pero lo nuevo también se contamina; a todo lo mina la rutina que es cíclica… Entonces, nos convertimos en personas más creativas.

Escapar de eso nos vuelve solos, otra vez. La difícil tarea de la soledad es pura epifanía. Morena sabía bien lo que era la oscuridad. Emergió de ella y fue a buscar la calma después del huracán. Se fue y, con ella, se fue la fantasía de creer en cosas que nos digitan el destino.

Se fue en busca de la palabra que tiene más fuerza que cualquier predicción: realidad. Se fue, fluyendo, como siempre lo había hecho. Morena tenía ese don. El don de saber ser del viento.

Se fue con un objetivo, transformar su realidad. Sabía que emprendería el camino más importante de su vida y también sabía lo que era el inconfundible olor de la tierra humedecida, porque ella era la lluvia.

Por Melisa Rodríguez.