Columnistas

LITERARTE. Momento de lectura y reflexión

“A los que quieren dejar una huella.

A aquellos que buscan la plenitud del alma.

A quienes tienen la dicha de poder hacer lo que aman.

A los que llevan escondida la luz del arte en su interior, tal vez estas palabras los impulsen a encontrar su don y a expresarlo”.

Melisa Rodríguez tiene 39 años. Nació en Lincoln y vive aquí con sus dos hijos. Es artista, bailarina, actriz, escritora, y profesora de Lengua y Literatura.

Forma parte de grupo de la Compañía de Artes Escénicas PO. “Arte Con Piel Original”, en la que, junto con Mariela Sanín y todo su equipo, desarrolló su trayectoria artística desde pequeña. Publicó su primer libro, “Cada parte de mis partes”, en noviembre de 2021 y actualmente se encuentra trabajando en su próximo proyecto literario.

Una vez, un padre miraba a su hija saltar las vallas del campo de equitación y, como si estuviera encantado, bajo los efectos de un hechizo, murmuró: “Ella, la que dibuja las nubes”. Estas palabras me emocionaron, resonaron en mí e inspiraron esta historia…

La que dibuja las nubes

Siena era audaz, espontánea y muy elocuente. De estatura mediana, menuda y pelirroja. Piel blanca, mejillas rosadas, y unos ojos claros y saltones, que conquistaban a distancia.

Sergio tardó en enamorarse de ella lo que tardan los pimpollos en florecer en primavera.

En otoño, el paisaje y las hojas en el suelo hacían juego con el cabello de Siena. Cómo le gustaba mirarla mientras peinaba a su caballo al rayo del sol. Cómo la deseaba.

En la estancia “Las Nubes” había mucho trabajo, y más en el mes de mayo, después de las lluvias, cuando todos se centraban en la fiesta del pueblo.

Montañas de hojas secas se juntaban en las esquinas de los bebederos de caballos, detrás de las puertas, debajo de los hierros del molino. Jonás era quien se encargaba de levantarlas y de llevarlas a quemar al viejo aljibe. Hacía varios viajes en un tractor ruidoso. Siena lo esperaba y, juntos, con un rastrillo de alambres oxidados, llenaban el aljibe y encendían el fuego. Allí se quedaba por unos instantes, contemplando las llamas, primero, y el humo, después.

Una tarde como todas fue diferente. Siena iba y venía, sintiéndose atraída por él como las moscas a la miel. Jonás no dejaba de mirarla. Era inevitable. Crujía el suelo mientras se acercaban. De pronto, el silencio; solo, el sonido de sus respiraciones intensas, aire pesado y olor a miel. Jonás corrió el pelo rojo de la cara de Siena, torció su cabeza y sonrió con una dulzura cargada de deseo. Ella pestañaba rápido y cedió ante la caricia. Él tomó su cara con ambas manos y la besó. Siena se desvaneció en sus brazos, dejó caer el rastrillo y respondió al beso apasionadamente. No se separaron durante horas, allí, entre las hojas, sobre el suelo crujiente, mezclando sudor con la tierra polvorienta.

Siena y Jonás no eran tímidos en sus encuentros. Había lugares escondidos donde tenían sus momentos secretos. Estaban prácticamente solos en la estancia. Perla, la madre de Jonás y la que había criado a Siena, no salía de la casona, y Sergio, el nuevo dueño de la estancia, viajaba mucho.

Cuando llegó el día de la fiesta del pueblo, Sergio llegó a la madrugada. Antes de ir a su habitación, decidió fumar un cigarrillo afuera y caminó hacia el establo. Vio la puerta entreabierta y se acercó más. Escuchó el ruido de las hojas crujiendo y, a medida que se acercaba, pudo percibir respiración y algunos jadeos. Se asomó por la puerta, y nada… El ruido no venía de allí, sino de la parte de atrás. Dio la vuelta caminado, pegado a la pared, hasta llegar a la esquina. Detrás de una montaña de hojas, los vio a Siena y a Jonás haciendo el amor. Contempló la escena por un momento y se imaginó siendo él quién la tocaba, la besaba, la amaba.

Luego se alejó, procurando hacer el menor ruido posible. Tiró la colilla de cigarro, y sonrió con ironía y un poco de maldad.

Amaneció, y los amantes, cubiertos de hojas y mantas viejas, despertaron y regresaron a la casona. El día estaría lleno de cosas para hacer. Ultimar los detalles de la fiesta, recibir a la gente del pueblo y otras sorpresas.

Al llegar al comedor, Sergio esperaba a Siena con un montón de papeles y un discurso que la perturbó. Decenas de términos legales y cuestiones de negocios, herencia y sucesión que la atrapaban en un matrimonio arreglado antes de que su padre muriera. Ese había sido su legado. Estancia y matrimonio. De nada valieron los gritos y la lluvia de papeles tirados por la ventana. Siena, con la fuerza de diez huracanes, corrió hasta el establo, montó su caballo y galopó hasta hundirse en la niebla. Hasta que el viento olía a mar. Hasta que la arena se hizo barro y se bañaron juntos entre las olas calmas. Su furia debía irse con el mar.

Al amanecer, volvió a la casona, mitad a caballo, mitad a pie. Con la ropa todavía húmeda y las mejillas rosadas.

La esperaba una escena brutal. Gritos de Perla, ladridos de los perros y, detrás de la polvareda, Sergio y Jonás dando y recibiendo golpes. Siena soltó su caballo y corrió hacia ellos. Intentó, sin éxito, separarlos. De un empujón, cayó al suelo, y vio cómo Jonás desenfundaba un arma y apuntaba con pulso tembloroso a Sergio. Todos intentaban calmarlo. Siena se levantó del piso, acercándose a Jonás, y, hablándole dulcemente, logró llegar a él y acariciarlo. Jonás apretaba sus dientes y sus labios; negaba violentamente con su cabeza. No la miraba.

– ¡No te vas a quedar con ella, hijo de puta! ¡No te quiere!-. Y disparó al cielo.

El caballo relinchó, se paró en dos patas y salió corriendo.

– ¡Si no está conmigo, con vos tampoco!- gritó Jonás, apretando los dientes. Y disparó a quemarropa. Pero, antes de que la bala llegara al pecho de Sergio, atravesó el lomo de Cosmo, que cruzó trotando entremedio de los tres.

El tiempo se detuvo por un instante y al silencio lo rompió el grito desgarrador de Siena, mirando a su caballo tendido en el suelo. Inmóvil. No bastó más que ese disparo para matar a Cosmo y herir a Siena.

Jonás tiró la pistola y caminaba de un lado a otro, golpeándose a cachetazos la cabeza. Sergio se alejaba sigilosamente, pero sin titubear tomó el arma y disparó por la espalda a Jonás, que cayó de rodillas y, luego, de cara al piso. Perla gritaba y lloraba. Los perros ladraban. El cielo sonaba a truenos y la tierra comenzó a mojarse.

“Cada parte de mis partes”. Cuentos. Melisa Rodríguez. Editorial “Diario del Desierto”. 2021.

Por Melisa Rodríguez.